Todo el mundo necesita un refugio

¿Podría el hombre enfrentarse a la inmensidad él solo? A pecho descubierto, mirar a los ojos a ese abismo infinito e imperturbable, decir: aquí estoy. ¿Podría? No sin herramientas, no sin armas.

Necesita el hombre de afectos, de fe, de consciencia, de sabidurías, trata de coleccionar certezas y, en lo más recurrido de los casos, de ocupar su tiempo en tareas que considera útiles. Edificar una casa, administrar contabilidades, diseñar una página web. Y lo hace convencido de la utilidad, pensando en que su trabajo sea perpetuo, sin darle vueltas al asunto de qué nuestra existencia tiene absoluta fecha de caducidad.

Esto sucede cuando lo que llamamos trabajo se convierte en el más socorrido de los refugios. Refugio favorito del hombre sin herramientas ni armas. Del que no colecciona afectos, ni acumula fe, ni trata de ser sabio sino que, simplemente, sabe algunas cosas que ha escuchado decir a otros. Es este individuo el que vive encerrado en su trabajo, que no se dio cuenta que solo era un refugio y hace del techo de su caverna la bóveda celeste. Vivirá con miedo a salir al mundo real, incluso dirá que este no existe, solo es tangible el trabajo. Y solo cuando su vida se esté apagando destelleará la luz de lo insondable en su mente: "he perdido el tiempo amando lo que no perdura".

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